lunes, 27 de octubre de 2008

Repensando el globalismo

Los principales líderes políticos del llamado Primer Mundo, mundo occidental o países más desarrollados, están dispuestos a establecer las pautas de comportamiento capitalista para estos inicios de siglo.

Como se ha puesto de manifiesto, no han sido capaces, al igual que ya ocurrió, a inicios y a finales del siglo pasado, de anticipar las consecuencias sociales que provoca el desarrollo tecnológico.

Este desarrollo provoca, en primer lugar, la apertura de nuevas formas de pensar y de hacer de colectivos sociales, en principio no organizados, que provocan la reacción de los reguladores.

Estas nuevas formas de hacer y pensar han provocado consecuencias, unas de indiscutible progreso para la Humanidad, pero también quedó la puerta abierta para que formas de delito tradicionales encontraran nuevas formas de ejecución.

La avaricia, el egoísmo o, lo que en términos de clásicos griegos, dirían falta de virtud, son características inherentes, no a la especie humana, siguiendo los parámetros tradicionales hobbesianos, sino, en mi opinión, formas de desviación de la conducta humana.

Es decir, yo no creo que la naturaleza humana, por defecto, tienda a la autodestrucción, sino todo lo contrario, pero sí es reconocible que, en ese intento de preservación, surjan conductas autodestructivas que, beneficiando a unos pocos, perjudiquen a la mayoría.

En principio, y para ese menester surgió el consentimiento político que provocó la configuración de los Estados y sus Administraciones, donde se permitía el uso legal de la coerción., incluso física, de forma que los ciudadanos consentían en ser administrados a cambio de ser protegidos, y para que la acción coercitiva fuera proporcional y homogénea.

Llegados a este punto, las formas más abyectas de terrorismo, las prácticas comerciales más egoístas y los planteamientos filosóficos y políticos más controladores del pensamiento humano encuentran en este tiempo protagonizado por ausencia de control sobre la información, el abono más suculento de un campo en el que las desviaciones humanas campan anchas.

Ahora, cuando las circunstancias superan el ánimo político, éstos han decidido poner encima de la mesa su incapacidad para gestionar los intereses de sus Estados de forma autónoma, y han preferido ponerse de acuerdo para acometer reformas coordinadamente, es decir, de manera consensuada, es decir, donde se busca una solución de consenso y no la mejor solución, tal vez porque esa solución no solvente la avaricia y egoísmo de ciertos políticos.

Y en esas España será, asista o no asista a la famosa cumbre, un espectador de tercera fila, sin capacidad de influencia y nula capacidad de decisión. Desde el siglo XVI es lo que ha ocurrido normalmente en España y por ello no creo que el actual Ejecutivo sea culpable de un comportamiento que, en el caso de España, resulta casi identificativo de nuestro Estado, y que, debe reconocerse, fue amortiguado sustancialmente durante el gobierno Aznar.

Pero hemos vuelto a nuestro papel tradicional de asistente de lo que otros deciden y que a nosotros afecta. El problema es que, mientras la última vez que se actuó de forma coordinada, al final de la Segunda Guerra Mundial, los políticos de entonces tenían un sentido de Estado fuera de duda y un nivel intelectual personal de rara coincidencia en el tiempo histórico, los de ahora quedan, intelectualmente, muy mal parados en la comparación con aquéllos.

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