jueves, 14 de mayo de 2009

El derecho a asesinar por el gobierno de la muerte

Este Gobierno de la muerte hoy, a golpe de BOE, fijará por ley el derecho a que las mujeres puedan asesinar. Para ello, reviste el asesinato de las palabras derecho y mujer, de forma que cualquier persona que esté en contra del asesinato, lo estará en contra de la ampliación de derechos y de la mujer.

Este pueril, burdo, inmoral y antinatural argumento vuelve a esconder las mismas maldades que con el anuncio de la otra estúpida medida de la dispensación sin control médico o paterno de la pildora asesina: ganar votos entre los jóvenes que en las próximas elecciones estarán en edad de votar por primera vez.

Pero como yo no me escondo, prefiero atacar de frente estas maldades. Para empezar me gustaría que cualquier erótico- progre de estos me explicara qué hay del derecho del ser no nacido a vivir, qué hay del derecho a la paternidad, que hay de la igualdad y no discriminación por razón de sexo, por qué el asesinato debe ser financiado por todos y qué razón existe ahora para que una mujer no decida matar a otras personas incluida ella misma (que, se supone, puede hacer con su cuerpo lo que le venga en gana).

Y es que, estos sucios amantes de los derechos aún más sucios, no tienen en cuenta que el derecho no es una mayor libertad, sino todo lo contrario, es una limitación. Ésa y no otra es la razón por la que algunos pensamos que cuanto menos interfiera el Estado en la vida de las personas, de mejor forma las personas desarrollan su libertad.

El derecho de una persona acaba donde lo establezca la Ley y el derecho de los demás, y el derecho de una niña a matar, choca con el derecho del no nacido a la vida, el derecho del padre a serlo, el derecho de la niña a ser educada por sus padres, entre otras cosas porque son responsables de sus actos, y el derecho a la propiedad privada de todos los demás, ya que este asesinato legal se financia con el dinero de los ciudadanos.

Hoy es un día triste para quienes apostamos por la vida, para quienes pensamos que las personas deben ser responsables de sus actos y no hacer responsables de sus actos a los demás, para quienes defendemos la libertad de las personas, para quienes creemos en la igualdad de las personas ante los derechos, para quienes defendemos la libertad, para quienes la moral queda por encima de la acción sectaria y partidista de los políticos, para quienes distinguimos la generosidad del egoísmo, para quienes defendemos la naturaleza, sus reglas y vivimos conforme a ellas.

Hoy disfrutarán los asesinos, los egoístas, los sexistas, los ecologistas de tres al cuarto, los sectarios, los irresponsables y los embaucadores.

Yo estoy muy triste. Hoy mi país lo dirige un Gobierno de la muerte.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

La obstinación de la jerarquía eclesiástica en la defensa de la sinrazón convierte un sectario y anticientífico comentario de Benedicto XVI en una campaña que, sin duda, incurre en un delito contra la salud pública. Si la primera obligación de todo gobierno es procurar el
bienestar a sus ciudadanos, deberemos asumir que por encima de esa encomienda está la de garantizar su vida, la de luchar contra todo aquello que amenace la supervivencia de la población.

En África, la plaga del sida, en la etapa previa a las campañas de difusión del preservativo, se extendió de una manera terrible alcanzando la cifra de unos 25 millones de afectados. No se entiende que el arzobispo de Granada afirme que “está perfectamente constatado” que el uso masivo de preservativos ha propagado la
enfermedad.

Una vez introducido el debate, el Gobierno debe estudiar a fondo las razones que aportan estos señores y las asociaciones que les representan. Si es cierto que el preservativo propaga la enfermedad en lugar de disminuir el contagio, deben tomarse medidas urgentes y rectificar de inmediato las campañas de prevención. Ahora bien, si, como parece, es lo único efectivo, debe actuarse de forma contundente contra aquellos que intoxican a la población con información sectaria de consecuencias gravísimas. La salud no admite ideología. Del mismo modo que nadie puede hacer proselitismo del consumo y difusión de drogas en los colegios, tampoco se puede permitir que se esté favoreciendo la propagación de una enfermedad incurable. El delito está tipificado. Actúese contra unos, o contra otros, pero no nos dejen a la intemperie.

Je,je,je dijo...

Pero si Aznar el carnicero ya se fue!

Anónimo dijo...

Acostumbrada a contar los años desde la fecha -incierta- del nacimiento de su fundador Jesús, la jerarquía del catolicismo intenta imponer su concepto de familia, matrimonio, filosofía, ciencia y la vida misma. ¿Hacen política los obispos cuando reclaman, además, que el Gobierno legisle siempre de acuerdo con el evangelio cristiano? El cardenal Antonio María Rouco dijo el lunes que eso "no es hacer política en el sentido estricto de la palabra". Añadió: "Se trata de procurar por medios legítimos el reconocimiento efectivo de aquellos valores éticos que trascienden y preceden la misma acción política". La tesis de Rouco es que hay "principios prepolíticos", de obligado cumplimiento. ¿Quién los proclama? Por supuesto, la Iglesia católica. Hasta el Concilio Vaticano II, el Papa, pontífice máximo, se consideraba "autoridad universal y omnicompetente".

Los obispos actuaron en España como tal hasta 1977. No hubo aspecto de la vida cotidiana en que no impusieran su dictamen, por cortesía del dictador Francisco Franco. El articulado de la ley concordataria con esas prerrogativas se publicó en el BOE en 1953 con este encabezamiento: "En el nombre de la Santísima Trinidad". Un artículo definía a la Iglesia de Roma como "sociedad perfecta".

Otro cantar es el empeño eclesiástico de transformar en delito lo que ellos consideran pecado. La ministra de Igualdad, Bibiana Aído, se lo advirtió anteayer a Rouco, horas después de que el prelado de Madrid proclamase que el aborto voluntario ensucia la democracia. "A la Iglesia le corresponde decir qué es pecado, no qué es delito", dijo.

Así lo ha manifestado el Tribunal Constitucional, en sentencia que recuerda Dionisio Llamazares, ex director general de Asuntos Religiosos y catedrático emérito de Derecho Eclesiástico del Estado en la Complutense de Madrid. "La Constitución impide que los valores o intereses religiosos se erijan en parámetros para medir la legitimidad o justicia de las normas y actos de los poderes públicos. Es lo que inexorablemente se produce cuando se identifican delito y pecado", afirma.

Los obispos están acostumbrados a intervenir en la vida de los españoles. Viene de antiguo, pero también de anteayer. Llamazares recuerda una cita que "escuece como sal en carne viva". Se refiere a la Ley de Principios del Movimiento Nacional, vigente hasta 1976: Dice su artículo dos: "La nación española considera como timbre de honor el acatamiento de la ley de Dios, según la doctrina de la Iglesia católica, apostólica y romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación".

Aquella férrea coalición entre la sala de guardia y la sacristía duró 40 años. Cuando se produjo algo parecido en Francia, con Napoleón III, el gran teólogo Felicité R. de Lamennais sentenció: "Un prostíbulo bendecido por los obispos". Ante estas perlas, los libros penitenciales de los siglos IX y X le parecen a Llamazares "meros precedentes de identificación de pecado público y delito". "Mucho me temo que ese modelo siga siendo el oscuro objeto del deseo de los obispos", sentencia.

El primer pecado que los obispos lograron transformar en delito fue el adulterio de las vírgenes consagradas. Hasta entonces -incluso después del emperador Constantino, cuando el Imperio Romano comenzó a transformarse en Imperio Cristiano-, los seguidores de Cristo se regían por el derecho romano. Ecclesia vivit lege romana (la Iglesia vive con la ley romana) fue un principio repetido por los padres de la Iglesia, subraya Ramón Teja, catedrático de Historia Antigua en la Universidad de Cantabria y presidente de la Sociedad de Ciencias de las Religiones.

El historiador cántabro relata cómo la ley romana empezó a entrar en conflicto con algunos principios evangélicos en temas de sexo y moral matrimonial. Afirma: "La postura de los líderes cristianos no fue la de cambiar la legislación civil imperante, sino exhortar a los cristianos a que se atuviesen a las normas cristianas cuando éstas entraban en conflicto con las romanas: así san Jerónimo, a finales del siglo IV, sentaba el principio: Aliae sunt leges Caesaris, aliae Christi; aliud Papinianus, aliud Paulus noster praecepit (Unas son las leyes del César, otras las de Cristo, una cosa ordena Papiniano, otra nuestro Pablo). Fue san Agustín quien con mayor insistencia abordó las diferencias entre los iura fori y los iura caeli (derecho del mundo y derecho del cielo).

Las cosas cambiaron cuando los antiguos perseguidos se convirtieron en perseguidores, tras la conversión del emperador Constantino. La Iglesia se sintió entonces fuerte para imponer al Estado sus normas éticas y morales, hasta terminar por transformar al derecho romano en derecho canónico. "El primer paso se dio con el intento de prohibir el matrimonio a las vírgenes consagradas. Partiendo de la consideración de que eran sponsa Christi (esposa de Cristo), se sentaron las premisas para que la condición de pecado, es decir, la ruptura de la fidelidad inherente a la promesa de virginidad, se convirtiese en delito, es decir, un adulterio castigable con las leyes del derecho romano contra el adulterio de la mujer -"mucho más duras que las aplicables al adulterio del hombre", relata Teja-. Así se inició el camino que culminará en el derecho medieval de Occidente (el derecho canónico), donde la Iglesia es considerada la única con capacidad para legislar sobre ética sexual y matrimonio".

Esa ambición legislativa la subraya el profesor Enrique Gimbernat, catedrático de Derecho Penal en la Universidad Complutense. Afirma: "Las religiones, especialmente las monoteístas, siempre han querido reforzar las prohibiciones de sus morales particulares -cuya infracción constituiría un pecado-, no dilatando el castigo por esas conductas pecaminosas a las penas del infierno, sino tratando de que ya aquí, en la vida terrenal, sean reprimidas por el Poder estatal secular. En un pasado remoto, la religión católica consiguió que las condenas dictadas por el tribunal eclesiástico de la Inquisición por los delitos de herejía, de sodomía o de brujería (fornicación con los demonios) fueran ejecutadas por el poder civil, quemando vivos a los que habían cometido tales pecados-delito; en un pasado reciente, esos esfuerzos eclesiásticos alcanzaron su objetivo, durante la dictadura franquista nacionalcatólica, con la prohibición civil del divorcio y la penal del adulterio, de la propaganda y venta de procedimientos o instrumentos anticonceptivos, de la homosexualidad entre adultos o de la difusión de textos o imágenes pornográficas; y en el presente, esa equiparación entre pecado y delito todavía existe en los Estados musulmanes integristas donde se lapida a las adúlteras y se encarcela a los homosexuales".

La última ejecución por herejía en España se produjo en 1826, cuando un maestro de escuela fue ahorcado porque en los rezos escolares reemplazó la palabra "avemaría" por "loado sea Dios". La presión del poder eclesiástico sobre el civil en la persecución de herejes era incontenible, con métodos de interrogatorio terribles. "Si todos no nos hemos confesado brujas, es únicamente porque no todos hemos sido torturados. Vivimos en tiempos tan difíciles que es peligroso hablar, pero también guardar silencio", escribió Juan Luis Vives.

Los eclesiásticos siguen apegados al principio de cuius regio, eius religio, es decir, la obligación del ciudadano de practicar la religión de su rey. Se acordó para acabar con las terribles guerras de religión entre príncipes luteranos y príncipes católicos. Ahí se pusieron los cimientos de lo que se conoce como la "religión de Estado".

España conoce bien las consecuencias de ese principio, con la imagen aún fresca de los obispos procesionando bajo palio a un caudillo militar que ganó para ellos una incivil guerra de exterminio consagrada por Roma como "cruzada cristiana". De entonces permanece la idea episcopal de que, como todos los españoles son católicos, el Estado debe cargar con el sostenimiento de esa confesión. Lo hace hoy con más de 4.000 millones de euros anuales en sueldos de sacerdotes y obispos.

Pese a todo, los obispos creen que el Gobierno les ignora, maltrata e incluso persigue. Lo llaman "laicismo fundamentalista": el supuesto intento de arrinconarlos en las sacristías o acallar su tradicional vocación de meterse en política. En el fondo, lo que duele a los prelados es que el Ejecutivo y las Cortes legislen con plena autonomía, sin hacer caso a las prédicas o imposiciones de la jerarquía eclesiástica. El último punto de debate es la legislación del aborto, pero antes intentaron parar la regulación de la investigación con células madre con fines terapéuticos. El nacimiento en Sevilla de un niño programado para curar a un hermano -el llamado bebé medicamento- ha sido la batalla más llamativa, en contra del sentimiento general.

El profesor Gimbernat hace este diagnóstico: "En España, la relación pecado-delito ha vuelto a adquirir actualidad con la virulenta oposición de la Iglesia a la proyectada despenalización del aborto en el sentido de la solución del plazo, tal como rige en prácticamente todos los países de la Unión Europea. La equiparación de un óvulo fecundado microscópico o que mide pocos milímetros, sin forma humana ni actividad cerebral, con una persona es consecuente con la doctrina católica de que la finalidad de todo acto sexual es la procreación. Pero para los que no creen en dicha doctrina esa equiparación es simplemente un insulto a la inteligencia. Un legislador pluralista y democrático no puede imponer los dogmas de una determinada confesión religiosa encarcelando a los que no profesan esa fe. ¿Hasta cuándo seguirá la Iglesia católica abusando de nuestra paciencia?".

Sostienen algunos engreídos eclesiásticos que sin religión no puede haber moralidad. Confunden la moral religiosa con la moral política. La primera la hacen los santos, la segunda los ciudadanos. El teólogo moralista Juan Masiá, profesor de bioética en la Universidad Católica Santo Tomás, en Osaka (Japón), lamenta que muchos creyentes tengan esa idea de pecado como delito, y que algunos obispos intenten imponer a la sociedad una idea de delito como pecado.

Juan Masiá señala dos estilos de moral, apoyándose en Bergson: cerrada y abierta, legalista o personalista. Explica: "Quien dice 'no me salto el semáforo [delito] para evitar la multa' y quien dice 'no me voy con la mujer del prójimo porque mi Dios lo prohíbe y me va a castigar' están al mismo nivel de moral cerrada (tanto si son creyentes como si no lo son). En cambio, quien dice 'observo las reglas de tráfico porque, aunque no me coja la policía, es para mí importante evitar accidentes, proteger otras vidas y la mía' y el que dice 'no violo a esa chica porque merece que la respete y me respete a mí mismo' están a nivel de moral abierta. Me parece esto mucho más importante que el que sean o no sean creyentes de alguna religión".

Anónimo dijo...

En la mal llamada píldora del “día después” podemos seguir el rastro de hasta dónde las convicciones morales pueden ser moldeadas por los intereses económicos. Entre los colegios farmacéuticos de España hay división de opiniones, dependiendo de la ideología dominante de sus miembros. Por regla general, la mayoría acepta la medida sin rechistar, porque ve en ello una oportunidad de negocio. Alguno se resiste con la boquita pequeña, como el de Castilla y León, para quien la píldora no se debe vender como si se tratara de una aspirina.

Pero algún ilustre colegio hay que considera su venta libre a las adolescentes de dieciséis años como “un ataque a la familia”. Y vosotros os preguntaréis, ¿a la familia de quién? Y más aún, ¿por qué ese súbito interés de algunos médicos y farmacéuticos por la familia de los demás? ¿Es que aparte de procurar medicamentos para la salud de los ciudadanos también se ocupan de la salud de nuestras almas? ¡Mira que son modernos!