lunes, 17 de noviembre de 2008

Del ocio, las discotecas y los matones

Este fin de semana un chico ha muerto apalizado por unos matones de discoteca. No se trataba de unos porteros que estaban haciendo su trabajo, sino de animales que no sabe hacer otra cosa más que cocear y que coincidió que estaban trabajando. Pero no me voy a detener en estos individuos. Allá sus conciencias si es que tienen.

Lo que me mueve a la reflexión es la preocupante degradación de las opciones de ocio en esta sociedad algunas veces mal llamada desarrollada. Ésta se basa en una mezcla inflamable, tóxica y que, si se pararan a pensar, pocos elegirían.

Alcohol, otras drogas, noche y nulo valor de las normas más básicas de convivencia son los ingredientes principales. En el caso de este fin de semana en Madrid, una niña es empujada por un muchacho, y ésta se va en busca de su novio (que, casualmente es portero de la discoteca en la que estaban) y él y sus compañeros se lían a mamporros hasta matarlo.

Supongo que la nena en cuestión estará ya más tranquila y satisfecha de haber conseguido lo que quería: llamar la atención y sentirse importante. Su novio en la cárcel y el amigo del "agresor" muerto. No está mal el balance.

Pero, ¿es que no hay otra forma de divertirse que no suponga que a la mínima provocación puedas resultar muerto, herido, amputado, golpeado, violado o robado?¿Por qué cada fin de semana tiene que resultar para los padres como esos búfalos africanos que deben atravesar los ríos infestados de cocodrilos esperando a no ser ellos los engullidos?¿Qué clase de moda impone que el delito, la inseguridad o el azar se impongan al derecho a pasarlo bien, al ocio, a disfrutar con los amigos, o con tu novio o con tu mujer o con tus hijos?

Esto no es cuestión de escalas sociales ni de clases económicas. Es un asunto cultural. Los valores instalados en la sociedad actual, o su ausencia, que ya es un valor en sí mismo, hacen que un sábado por la tarde no sea una opción válida para salir con los amigos, que el ocio a las cinco de la mañana sea propio de chavales que no son siquiera mayores de edad, que el más machote del grupo sea el más macarra, que el más popular sea el que más aguante bebiendo o el que más ligue sea el más descarado.

El domingo es el día destinado a dormir. De eso se trata, de destrozar la convivencia familiar. Se trata de que padres e hijos no compartan ni un solo día de experiencias, consejos preocupaciones o charlas, es decir de vivir en familia. Se trata de marcar clara diferencia entre el padre "carca" que aconseja prudencia a su hijo y el padre "enrollado" que permite a su hijo hacer lo que le venga en gana, muy al estilo de Educación para la Ciudadanía. Si a ello sumamos la imposibilidad de compartir la celebración religiosa (si es que de cristianos se trata), miel sobre hojuelas.

Parece una visión holística del ocio, un todo perfectamente orquestado: empresarios del ocio que amasan grandes fortunas cobrando unas consumiciones con un más de un mil por cien de margen, administraciones que hacen caja, vía impositiva, de este tipo de ocio, jóvenes a los que se les dice lo que quieren oír y no lo que deben oír, cuyos parámetros de éxito social se miden en términos de litros de cerveza o calimocho bebidos, pastillas consumidas, o tías o tíos enrollados, padres que rezan (aunque sean agnósticos) para que esa noche no le toque a su hijo o a su hija y políticos y teóricos del pensamiento a los que esta degradación humana produce excelentes beneficios en términos de maleabilidad social y desgaste de la familia y la Iglesia.

Divertirse no es malo, ir de discotecas no es malo (tampoco bueno), pero creo oportuno revisar algunos criterios de éxito social y apelar a una profunda revisión de comportamientos y usos sociales.

Esto no son más que síntomas de una enfermedad: no hay que combatir las fiestas de discotecas, ni salir con los amigos, ni salir con chicos o chicas, sino la escala de valores sociales en los que un matón, sin ninguna educación, ni demostración de talento alguno, pero bien vestido y con pinganillo en la oreja pueda matar a un chico de dieciocho años porque un amigo ha empujado a su novia. Y el resto de padres suspirando aliviados porque, en esta ocasión, no les ha tocado a ellos.

No son los políticos más cercanos a las demandas juveniles por permitir el botellón, ni los padres mejores padres por dejar a los hijos a su albedrío, ni los muchachos más populares por emborracharse, pegar a alguien, violar o robar. No se es más valiente por quemar a alguien en un cajero mientras se graba con un móvil, ni más macho por circular borracho o drogado a alta velocidad. No se es más hombre por beber más deprisa o más cantidad, ni se es más mayor por estar hasta más tarde en la calle. No se es más guapo o más guapa por ligar más o mantener relaciones sexuales esporádicas, ni mejor persona por llevar más dinero en el bolsillo. No es necesario fumar o drogarse para demostrar la hombría, ni es más moderno el que alterna en determinados ambientes.

Si esto no nos lleva a una mínima reflexión de qué queremos para nuestros hijos, y no les hacemos ver a ellos mismos que son sus vidas las que destrozan y que por mucho que esa noche crea haber triunfado, es su hígado, sus pulmones, su cerebro, su familia, su capacidad de relación, el que ha machacado. Es su cuerpo el que ha perdido y, como en este caso, para siempre. D E P

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