miércoles, 25 de noviembre de 2009

España: corría el año 1994...

Cuando terminé mis primeros estudios universitarios y me enfrentaba por primera vez al mercado laboral como profesional cualificado, el panorama era ensombrecedor. Corría el año 1994, las oportunidades de trabajo para un recién ingeniero informático eran escasas, los tipos de interés eran altísimos, por lo que resultaba prácticamente imposible iniciar una andadura autónoma como empresario y por aquel entonces la corrupción política metastasiaba España.

Durante varios meses pensé seriamente comenzar una nueva vida fuera de España, con mi entonces novia (y hoy mi mujer). Canadá, Nueva Zelanda, Australia o Costa Rica eran los destinos seleccionados. Estábamos a punto de casarnos y queríamos establecernos en un sitio donde se premiara el esfuerzo, en el que el compromiso fuera un valor en alza, donde la competitividad fuera la regla de acción y donde los poderes públicos apoyaran con medidas concretas la iniciativa empresarial.

Por aquel entonces, el PSOE llevaba gobernando tres legislaturas consecutivas, y las redes que establecieron impedían acceder a la función pública en igualdad de condiciones: la mayoría de accesos se producían por concurso y el mérito más valorado era la posesión del carné rojo. Yo no lo tenía e, inocente de mí, pensaba que mis estudios, el conocimiento del inglés y mi arrojo y ganas de triunfar en la vida serían armas suficientes.

La realidad me atizó fuerte y me bajó a los suelos sin compasión. Durante algunos años subsistí dando clases particulares en mi casa recién alquilada de unos recién casados a los que una bolsa de pipas acompañaba nuestras tardes de domingo en los largos paseos que dábamos mi recén esposa y yo por la playa. Afortunadamente el clima alicantino permitía no encerrarte en tu casa, que era mi centro de trabajo.

Sin darme cuenta aprendí que el destino se forja a base de esfuerzo y determinación y, aunque disfruté mucho con mis alumnos, mi destino se encontraba lejos de allí. Tuve la oportunidad de llegar a Madrid a trabajar para una consultora en un proyecto para el grupo Telefónica y no nos lo pensamos más de un instante. Llegamos a Madrid con una maleta ligera de ropa y llena de ilusiones. Era el año 1998 y nadie podía pararme.

Durante ese año, el trabajo fue duro, pero estaba decidido y comprometido con un equipo muy cualificado y no pensaba defraudar a mi jefa que había apostado por mí.

Seguí formándome, me establecí en el mejor sitio donde se puede vivir, han pasado los años y puedo decir que mi vida hoy está estabilizada. Tengo un buen trabajo en la mejor empresa de España, unos excelentes compañeros, la misma mujer (qué inmerecida la tengo) y el mejor hijo del mundo, pero España, que durante esos años había pasado a ser una nación respetada en el mundo, vuelve otra vez por sus fueros. La metástasis que creíamos eliminada se ha vuelto a reproducir, con el agravante de que ahora la sociedad española es más indolente, los políticos además de menos cualifcados son más insensatos y España está más inteconectada, lo que provoca que nuestros errores rápidamente sean conocidos fuera. Eso, además de vergüenza, provoca que la competencia actúe en consecuencia.

Corre el año 2009, el nacionalismo excluyente catalán llama a la subversión si el Tribunal no les da la razón en su despropósito nacionalista, el Presidente del Gobierno solo se preocupa por buscar un asiento fuera de España cuando los españoles, hartos, le peguen la patada en el culo, los Ministros de España, en su conjunto, no pueden hacer peor las cosas, la oposición política está más pendiente de las encuestas que de realmente ayudar a España (por ejemplo, instando a sus Alcaldes y Presidentes autonómicos a seguir una misma estrategia presupuestaria), los jóvenes españoles, más preocupados de qué ponerse el sábado o de ver el partido de fútbol de turno que de prepararse para mejorar profesionalmente y unos Jueces y Fiscales, más preocupados por la venta de libros que de impartir Justicia.

España está enferma, pero no quiere ir al médico.El problema es que tampoco sabe quién es el médico. Y esta enfermedad no se cura desde fuera, sino desde dentro. Deben ser los propios ciudadanos los que digan, basta, hasta a quí hemos llegado, vamos a hacer las cosas de otra forma. Empecemos por aprender a trabajar y a aprovechar las oportunidades (por ejemplo la de estudiar gratuitamente y no suspender permanentemente hasta abandonar los estudios porque la prioridad es otra), sigamos exigiendo a nuestros dirigentes que se comporten como se espera de ellos: exigiendo dimisiones, sea quien sea el dimisionario, ante conductas dsleales con el mandato que se les ha dado, y eso no significa únicamente ser condenado judicialmente. Para eso el castigo no es la dimisión, debe ser la cárcel o su correspondiente pena. La dimisión se debe exigir al Ministro mentiroso, al Presidente autonómico que permite los sobornos o al incauto que no se entera de lo que pasa en su organización, al Vicepresidente cuya familia tiene lo que no tendría si papá no fuera quien es,mayor rigor en el gasto público (¿talleres de masturbacion?)... ¿Cuántos políticos quedarían?

España no se merece esta clase política, pero esa se puede cambiar. Lo que me preocupa es ¿se merece esta sociedad?

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