martes, 30 de agosto de 2011

La necesaria reforma constitucional

Que la Constitución Española debe ser reformada no es un deseo, más al contrario parece una necesidad, tanto democrática como institucional. Desde un punto de vista democrático, la actual Constitución Española fue votada y ratificada en condiciones muy precarias de cultura política en la España de 1978, y cabe destacar que la mayoría del censo político de la España actual no votó esa Constitución. También institucionalmente se reuiere de revisión: el papel del senado, El Ejecutivo, la Corona, los Tribunales Constitucional y Supremo. Casi todas las instituciones más importantes del Estado requieren de profunda revisión y actualización.

España cada vez cede más soberanía, bien sea a niveles regionales bien a niveles supranacionales. Lo hace debido a sus obligaciones internacionales en el segundo caso, pero desde luego no en el primer caso.

En 1978 no existían las Comunidades Autónomas, ni existía internet, ni los fenómenos derivados de la globalización. España no era un país receptor de inmigrantes, y no tenía conciencia democrática.

En sus inicios era una democracia atípica en cuanto que, la mayoría de la población adulta de aquellos últimos años setenta del siglo anterior, había vivido siempre privada de libertades civiles y políticas. Los españoles desconocían la competencia política, el pluralismo de partidos e ideologías, no sabían lo que significaban los derechos individuales ni para qué podía servir una Constitución, limitados estos conceptos a élites intelectuales, políticas y académicas. En esa situación tan precaria desde el punto de vista de la cultura política, las élites dirigentes del momento que, aún habiéndose desarrollado con la Dictadura, anhelaban la Democracia, fue extraordinariamente coherente en los principios que pretendía establecer.

De forma generosa y casi temeraria depositaron su confianza en el pueblo español- un pueblo homogéneo en lo cultural y uniforme en lo religioso, con escasos focos de reacción a lo legalmente impuesto, con una tasa de analfabetismo del 25% entre los mayores de dieciséis años , con muy poca experiencia en cuanto a la tenencia de un pensamiento crítico en términos políticos y neófita en términos democráticos, que debía ratificar toda una Constitución que, por un lado, garantizaba un completo catálogo de derechos individuales, civiles y políticos, ofrecía la posibilidad de pecar religiosamente, con el reconocimiento del derecho al divorcio y la libertad de credo, y establecía una Monarquía como forma de Estado: una Monarquía parlamentaria; y le otorgaba al pueblo la fuente legítima de soberanía, al estilo del resto de democracias europeas occidentales. Todo ello era, más o menos comprensible.
Pero, además, esa Constitución, que este pueblo falto de preparación y experiencia políticas debía ratificar, establecía una forma de organización territorial del Estado, y en ella se introduce el concepto de autonomías, que nadie sabía lo que eran o significaban ya que no existían ni habían existido, y se hablaba de nacionalidades, que tampoco se sabía muy bien qué podían suponer para una convivencia pacífica en la mayor parte de España, y que en el acerbo español se identificaba con las regiones existentes.

Por último y no menos importante, los españoles tenían un miedo compartido: que se volviera a anteriores periodos de confrontación y lucha fratricida. Esta Constitución avalaba una convivencia pacífica y eran ellos, los españoles sin distinción, quienes iban a votar, lo que fue suficiente para que mayoritariamente se echaran a la calle a refrendar aquel texto que muy pocos leyeron y que, prácticamente nadie lo acertaba a entender en su totalidad.

El pueblo, ya soberano, desconocía el sistema de pactos que permitió que todas las formaciones políticas, embriones de los actuales partidos políticos, se sintieran cómodas votando sí o, al menos permitir con su abstención que el Texto Constitucional saliera adelante en el trámite parlamentario constituyente . Tampoco los constituyentes eran conscientes de lo que el desarrollo y evolución del sistema político daría de sí al abrigo de esta Constitución y está fuera de toda duda, científica y moral, el sentido de Estado de aquellos políticos que, con más generosidad que ambición, dieron una oportunidad a una nueva versión de España, que en menos de ochenta años había vivido dos Dictaduras, una República, una Monarquía cuasi absolutista y, por último, una Monarquía parlamentaria.

Sí, ya parece llegado el momento de reformar un texto garantista y ya casi acabado, donde los Tribunales interpretan el Texto con tal libertad que muchas veces nos recuerdan quiénes y por qué los pusieron ahí. Estamos en el siglo XXI, la era de la comunicación global, el momento de los movimientos sociales apegados a la tecnología y la economía, los dos grandes ignorados por nuestros políticos, incapaces de relacionarse en otro idioma que el suyo propio y con una aversión a los momentos de cambio que estamos sufriendo que les provoca pánico e inmovilismo. Es momento de cambiar, pero de hacerlo de verdad, sin miedo, sosegadamente y con la participación de todos, y desde luego no para hacerlo a finales de agosto y por un Presidente que ya no preside.

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